Por: Walter Augusto García

Cualquiera diría que es un tejano o un californiano; cuando entra a la cancha y prepara los tejos es como si un adolescente vestido de adulto se alistara para el trabajo más importante del mundo. Es Chris, como le gusta que le llamen de cariño, un hombre tan particular que dice ser feliz jugando al tejo en Medellín. Cuando nació, en La Florida, sus padres lo llamaron Christopher Carter Cajoleas, y aunque nunca imaginó vivir en Medellín, este hombre vino un día hace ocho años a dar un vueltón como mochilero, y aquí se quedó buscando sus sueños.

Mientras espera a sus visitantes, unos estudiantes de español, revisa la arcilla y el bocín, ese anillo metálico donde deben caer los tejos. A la distancia aparece un grupo de figuras rubias y esbeltas que se acercan curiosas para ver qué es eso del tejo o turmequé, de lo que tanto hablan los que ya han venido. Pues sí, allí está un sobrino del Tío Sam, presto a recibirlos para una nueva inmersión cultural. Chris sonríe y exclama en un inglés muy americano: ¡hello, hello! Y allí comienza su bienvenida a todos los intrigados extranjeros que llegan para jugar. Eso sí, vamos al grano, luego de un cálido saludo, Chris no entra en rodeos y va por la suya: el dinero, la money ($treinta mil pesos colombianos), y comienza la diversión. Empieza por las instrucciones y explica cómo es lo de la cerveza y el reglamento del juego, enciende su puro (tabaco) de más o menos 12 a 16 centímetros, el que según dice, le alcanza para las dos horas y media que dura el partido.

Cuenta Christopher que lo primero que hizo fue fundar un restaurante, hasta que gracias a unos amigos descubrió el tejo, se encarretó con él y sin pensarlo demasiado, en el 2014, vendió el negocio y se dedicó al turmequé, como si esta fuera su vocación. Y aunque tardó un tiempo en encontrar una cancha decente para intentarlo, no faltó quien le ayudara a conseguirlo; justamente, en el 2015, una señora local, aquella que había comprado su restaurante, lo hizo posible; le ayudo a encontrar un lugar para jugar al tejo, un lugar para soñar.

Durante ocho meses el señor Cajoleas estuvo practicando solo y sin parar, ante la incrédula mirada de quienes observaban su persistencia. Y a pesar de tener un espíritu aventurero y buscador de la paz y el amor, decidió echar raíces en Medellín, dos años después de su primera visita a la ciudad. Una vez aquí, el mochilero encontró a una paisa que compartió su sueño y se casó con ella. ¿Para qué más? Ya tenía dos amores, a Medellín y a Juliana, su esposa. Luego pensó que debía continuar con su otra pasión, y se fue a jugar tejo adonde se juega tejo; después de muchas horas de práctica y de muchos lances solitarios, consiguió que un grupo de jugadores locales experimentados lo acogiera. Tomó el camino hacia su primer torneo oficial en El Peñol, muy cerca del hermoso Guatapé. Y allí fue su debut en sociedad.

Son las cinco y treinta de un viernes por la tarde, en la cancha de tejo de Envigado ya se han armado los grupos y el juego comienza a entrar en calor; corre la cerveza y se escucha en medio del murmullo y las carcajadas una música caribeña que, por el ritmo y la orquesta, parece de Venezuela; esporádicamente se oyen explosiones en la tabla[i] y gritos de alegría, pues alguno de los neófitos jugadores logró una embocinada, el tejo cayó dentro del bocín. Seis puntos para el equipo B, un sorbo de cerveza, Chris echa una bocanada de humo y exclama: ¡¡nice, nice, okey, okey¡¡

Juliana, la señora Cajoleas, la paisa con la que Chris estableció una suerte de trueque de amor, de negocios y de idiomas, ha sido, según él, el impulso y el ánimo para sus proyectos. Mientras ella se hacía cargo de la casa y trabajaba para que él pudiera entrenar el tejo, Chris se dedicaba a realizar el futuro de los dos: por una parte, se preparaba para jugar en un torneo nacional en Bucaramanga, y por otro lado, pensaba en cómo hacer del tejo una propuesta turística rentable e interesante para extranjeros. Al fin y al cabo, bastante le había costado aprender a jugarlo y a ser reconocido como jugador. Entonces se puso a trabajar en: the most explosive tour in Medellín. Su tercer amor.

En la cancha, los jugadores están tomando ritmo, la cerveza ya hace efecto y cae la noche. De pronto aparece una señora con una bandeja repleta de empanadas y otra de trozos de chorizo con salsa BBQ y mucho ají; a comer se dijo. Entre viandas, cerveza y humo, los pesados tejos van y vienen; se escucha un vallenato y una explosión agita el ambiente. ¡¡Moñona, moñona!!, grita María, una chica de Polonia. Había logrado lanzar su tejo a todo el centro del bocín y con él explotado las mechas. Nueve puntos para ella, y claro, el trofeo en la mano y una foto para el recuerdo.

El explosivo proyecto del señor Cajoleas va muy bien y cada vez más los visitantes extranjeros aumentan. Mientras tanto, se acerca el gran campeonato de tejo en Bucaramanga. Es el segundo torneo más importante de Colombia y un estadounidense está dispuesto a participar. Cuenta con alegría Chris que en estos campeonatos ha podido encontrarse con grandes jugadores, y lo dice con orgullo. A don Héctor Rodríguez, Pinocho, lo conoció jugando en Bogotá y le aprendió mucho. Ahora, la meta es asistir al campeonato de Villavicencio, en el mes de agosto o septiembre. Estoy muy ansioso, comenta nuestro héroe.Paragraph

Son las siete y veinte de la noche; está terminando el último lance y con él las últimas fumadas de tabaco. Todos los jugadores van a la tabla, revisan los tejos y Chris, el juez, sentencia que ha ganado el equipo B -¡¡team b, team b…¡¡-, y llegan los aplausos. Es la despedida, un sorbo de cerveza Águila y todos, vencedores y vencidos, a posar para la foto. Nuestro anfitrión, presuroso, enciende su flash y oprime el obturador, felicita a los ganadores y les explica a todos lo que significa para él la experiencia del tejo: su otro amor, su tercer amor.


[i] Elemento propio del juego o deporte del tejo. Recuadro, por lo general de madera, relleno de arcilla o greda donde se coloca el bocín o aro metálico que rodea las mechas de explosión.

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