Por: Walter Augusto García
Les Bruleries, café. Uno de los tantos sitios que cualquiera que visita a Quebec se puede encontrar en el centro de esta afrancesada provincia canadiense. Allí nació para la vida y para el mundo del café Steffanie Audet; hace unos dos años y algo más Steffanie, andariega y curiosa, a sus 26 años, ya conoce a Europa y pretende hacer lo mismo con América latina, y para ello está empeñada en aprender el español.
Cuenta que cuando decidió trabajar y aplicó como mesera en un café cercano a su universidad, poco tiempo después descubrió que allí, en Bruleries, no sólo se servía café a la mesa. De alguna forma, los clientes cotidianos encontraban en aquel lugar toda una variedad de preparaciones y presentaciones de aquella bebida que a muchos les quita el sueño. Para Steffanie, era un café gourmet y una escuela al mismo tiempo; allí aprendió, después de algunos meses y muchos errores, las bondades y exigencias de este fruto. Y sin pensarlo dos veces se hizo barista.
Con su espíritu viajero y explorador viajó a Europa; allí, en Francia e Italia, conoció otros refinamientos del café, mucha teoría, muchas técnicas de preparación y presentación de la bebida, y confiesa que se enamoró perdidamente del latte. Pero un día pensó que detrás de esa deliciosa bebida había mucho más que técnicas de preparación y presentación; entonces decidió ir al origen de esta historia y armó maletas para América Latina. Pero, ¿dónde encontrar la combinación perfecta entre buen café y buen español? Pues Colombia fue la respuesta, dice esta joven y andariega barista. Resolvió, pues, estudiar castellano en Medellín, ciudad donde la gente habla más despacio y es más paciente, dice Steffanie. Y se matriculó en una escuela en el barrio Laureles, muy cerca del metro, que le prometió aprender español divirtiéndose.
Ya estando allí, era inevitable para cumplir su sueño voltear la mirada hacia el pueblo más tradicional de la cultura paisa y cafetera, Jardín, Antioquia. Eran las siete de la mañana de un sábado cuando la joven quebecua emprendía el viaje en búsqueda de una finca cafetera, en busca del café de origen. En compañía, de un gringo y una chica alemana, se embarcó en un tour de Elefun, su escuela de español, hacia el suroeste de Antioquia. Luego de tres horas y media de recorrido por una sinuosa carretera, se encontraba contemplando los paisajes propios del café, encaramada en un carro tradicional y cruzando las escarpadas laderas de aquel territorio.
Al llegar a Los Ángeles, nombre de la finca cafetera, don Andrés y su esposa, doña Ángela, dueños y anfitriones, los esperaban con una bebida refrescante. Y muy rápidamente, nuestra barista profesional se vio entre miles de plantas de café y cautivada por la elocuencia de don Andrés, auténtico campesino, quien le contaba con detalle sobre el cultivo, procesamiento y comercialización de los cafés de origen que Steffanie buscaba. Allí, mientras esperaban el fiambre, un almuerzo típico envuelto en hojas de plátano, se encontraban una barista canadiense y un cultivador antioqueño de café; la teoría y la práctica, la sofisticación de un capuchino y la sencillez de un café con leche colombiano.
Mientras nuestra barista y aprendiz del español escuchaba con interés los relatos de don Andrés sobre el beneficio del café: lavado, despulpado, secado, etc. esta probaba una y otra vez, uno y otro grano, y sorprendida presenciaba todo el esfuerzo de una familia campesina para lograr una bolsa exportable del grano. Allí estaba el principio verdadero de aquello que, tal vez, todos los días Steffanie ofrecía y vendía a sus refinados clientes en Les Bruleries, en las frías tardes de su ciudad.¿Cuál sería el origen de ese café del cual ella hablaba con autoridad en Quebec, acaso alguna taza de ese café llevaría los granos cultivados y procesados en la finca Los Ángeles? Poco probable. Pero de algo si estaba segura la joven Audet, había ido a la fuente, había visto a los seres de carne y hueso, había escuchado en español sus historias y probado con todos sus sentidos el arábigo desde su origen. Ahora había aprendido una nueva historia para contarles a sus clientes, ya entendía por qué sus maestros del barismo le decían una y otra vez: EL SABOR DEL CAFÉ SE RESPETA.